Prólogo. J.C.Reisz



No diré cuándo conocí al autor de estos relatos. Bastará apuntar que nos hemos emborra­chado juntos más de una vez; aunque deba explicar a la sazón que cosa tal como beber en compañía sólo es posible para mí, esclavo de ritos, cuando admiro suficientemente el talento de mi camarada de bote­lla.
Tras lo dicho, es posible que ustedes se den a pensar maldades y acaben imputando este humil­de prólogo a infames motivos de amistad mal enten­dida o a compra-venta de halagos al detall. Si es cierto que vendería mi alma por una buena botella de amontillado, no es menos cierto, inútil negarlo, que tan sólo existe una cosa sobre la tierra capaz de exasperarme hasta el punto de tornar mi acostum­brada mansedumbre por la bárbara piel de un energúmeno enfurecido: la "mediocridad". Medio­cre como soy, me repugnan los espejos. No obstan­te, y gracias a Dios, hoy no tratamos de mí, ni de mis ideas acerca de las felonas medianías que nos inva­den el alma contemporánea. Hoy escribo (o debería hacerlo) para ilustrar con mi brillante prosa vacía, no más sea por contraste, los profundos páramos de la narrativa de Miguel Guerrero, de los que es posible afirmar casi cualquier cosa salvo que los pueble la mediocridad.
"Yo comprendo todo y a todos y soy nada y soy nadie" -dijo Bernard Shaw alguna vez. Desde tal estado de ánimo se puede adoctrinar amaman­tando a los lectores. Por el contrario, el autor de estos relatos escribe porque no comprende nada, escribe para preguntar o para susurrar una queja, escribe para llorar quedo y a escondidas o utiliza la palabra para limpiar sus tristes ojillos enrojecidos tras la niebla del tabaco. Miguel Guerrero no explica lecciones de moral, ni normas de conducta para ser un ciudadano ejemplar y comprometido, ni siquiera se permite el enganche a las cómodas perchas de cualquier pedestre "pseudo-humanismo" al uso. A Miguel Guerrero tampoco le gusta escribir peregri­nas historias fantásticas, ni sagas aventureras (he­cho que le censuro a la vez que repudio las risitas estúpidas de algún sesudo ex-vagabundo del Dharma, sección doctoral, que no ha leído a Stevenson). Y aún así sus historias conmueven y desazonan.
Nuestro joven narrador murmura sus cuentos desde un pozo lejano, húmedo y frío; con sus manos heladas rebusca en la memoria de lo cotidia­no, lo simple, lo obvio, esa grieta por donde atisbar la máscara del Diablo. No hay retruécanos en sus frases ni mensajes ocultos bajo la peripecia. Sólo hay frío y pavor. Entre la contenida desesperación de "La Carabina Mannlicher" y las sombrías con­sideraciones de "Domingo por la Mañana" existe un denominador común: la insoportable vida. Otra cara inédita de la vida si lo prefieren -no discutamos al final.
Confieso que pensaba acabar aquí pero descubro que aún queda algo por anotar y a ello me aplico. Se trata de algo interesante: más de un idiota parece hacer cuestión de fe el ostentar un estilo pulido y libresco. Miguel Guerrero ejerce por su parte un estilo plano, casi insignificante, un estilo voluntariamente tímido. Ello en vez de un error, acaba por convertirse en su máxima virtud narrati­va. Y especiando en esto, si "novedades" gramaticales hubo en Baroja, no sé porqué tiene que renunciar a ellas el señor Guerrero. Los bárbaros que hacen objeto de culto la cursilada estilística desconocen que Literatura es el poso que se saborea cuando se olvidan las palabras.
Digo vaguedades, lo admito, pero no ha comprado usted un prólogo, sino un libro de relatos. ¡Léalos!

J.C. Reisz

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